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El suicidio y la valoración social del éxito



El fracaso en alguno o varios aspectos de sus vidas es uno de los sentimientos más referidos por las personas con ideación suicida. Esto podría llevar a la conclusión apresurada de que fomentar el éxito profesional, económico, social o familiar sería algo así como un antídoto contra el suicidio. Sin embargo, la cuestión es mucho más compleja.


La pobreza, por ejemplo, está reconocida como factor de riesgo para la conducta suicida por la OMS y otras instituciones. Esto es así porque muchos estudios a nivel nacional lo corroboran. Pero si miramos la cuestión a nivel mundial el panorama es más confuso. Si bien países pobres como Venezuela, Guyana o Zimbabue tienen tasas de suicidio superiores a la media, también las vemos en muchos países de alto ingreso per cápita como Estados Unidos, Canadá, Francia o Australia. En el otro extremo, también hay países pobres y ricos con bajas tasas de suicidio, como Perú, Mali, España y el Reino Unido. No se ve un patrón claro. El ingreso per cápita por sí solo no pareciera ser un buen predictor del riesgo suicida de una comunidad.


Varias investigaciones propusieron explicaciones alternativas, entre ellas destacamos un estudio de la Universidad inglesa de Warwick, ya citado en estas páginas, que revela un fenómeno que se dio a conocer como Dark Contrasts, la paradoja de mayores tasas de suicidio en lugares con buena calidad de vida. El estudio postula que el sentimiento de fracaso en las personas, en lo material o en otras áreas, no depende de su situación en términos absolutos sino en relación a otras personas. Así, en países con grandes desigualdades de ingreso, de acceso a la educación o al trabajo de calidad, los más desafortunados valorarían su situación en comparación con los más beneficiados.


Esta mirada puede explicar mejor el sentimiento de fracaso como un fenómeno social en el que la desigualdad juega un papel importante y se correlaciona mejor con los datos sobre tasas de suicidio en diferentes países, pero aún quedan sin explicar las altas tasas de suicidio en algunos países con relativa igualdad de oportunidades como Rusia o Japón. Es como si hiciera falta un elemento más para entender el fenómeno. Y este elemento podría ser la diferente forma en que se valora el éxito en diferentes sociedades.


El éxito es un valor vigente en todas las culturas, en todas partes se premia de algún modo al que logra ciertas metas o se destaca en algo, es decir, todas las culturas son en alguna medida exitistas; pero el grado y la visibilidad con que esta faceta exitista se expresa varía mucho de una sociedad a otra. En países donde las personas exitosas son profusamente valoradas y en consecuencia los que no logran las metas impuestas son de algún modo dejados de lado o despreciados, las situaciones de desigualdad suelen ser mucho más visibles y más dolorosas para los más desafortunados. Lamentablemente, todas las sociedades modernas y especialmente los países más desarrollados parecieran ir en esa dirección.


Las sociedades disponen de innumerables vasos comunicantes para difundir y amplificar sus pautas culturales. Los medios de comunicación imponiendo a ricos y famosos como modelos, y las redes sociales donde todos muestran sus logros y nunca sus problemas al punto de convertirse en verdaderos catálogos de gente feliz, contribuyen a afianzar la cultura exitista. Pero la familia sigue siendo, para bien y para mal, el lugar donde más fuertemente se instalan las pautas culturales básicas.


Los padres y madres nos preocupamos por el bienestar futuro de nuestros hijos, queremos enseñarles a superarse y a vivir en una sociedad competitiva. Valoramos sus logros y a menudo nos enojan sus fracasos, agunas veces al punto de que sienten que solo serán amados si cumplen las pautas que nosotros les fijamos. En el mejor de los casos, este tipo de educación aumentará sus probabilidades de éxito, o al menos esa es nuestra esperanza; pero, ¿serán felices?, ¿o terminarán siendo presa fácil de una sociedad, de por sí exitista, que le exigirá cada vez más para que ellos mismos puedan sentir que valen algo?


¿Dónde está el límite entonces?, ¿no podemos valorar los logros de nuestros hijos?, ¿no podemos mostrarle nuestro descontento cuando no se esfuerzan lo suficiente? Claro que podemos, la clave está en acompañar. La psicóloga francesa Jeanne Siaud-Facchin lo explica claramente:

"Acompañar es tomar de la mano y mostrar caminos. No es empujar ni tironear".

Debemos acompañar a nuestros hijos en su proceso de aprendizaje para permitirles que desarrollen sus capacidades, pero no forzarlos ni presionarlos. Debemos asegurarle en todo momento que nuestro amor es incondicional y no depende de sus logros o de lo mucho o poco que se esfuercen.


No podemos cambiar el mundo en que vivirán nuestros hijos… o tal vez sí podemos, porque una sociedad se compone de sus miembros, y si formamos individuos seguros de sí mismos y de su valor como personas independientemente de sus logros, además de contribuir a la seguridad y felicidad de nuestros hijos, estaremos construyendo un mundo mejor.


 

Las opiniones vertidas en estas notas no necesariamente reflejan posturas oficiales del Centro de Asistencia al Suicida y se publican bajo exclusiva responsabilidad de sus autores.

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